María de Lourdes

Victoria

I am a bilingual writer born and raised in Veracruz, Mexico, currently residing in the state of Washington. I write novels, short stories and children’s books. I wrote my first novel, Los Hijos Del Mar (The children of the sea) because I wanted my sons to know their ancestry and to be proud of their heritage. The story, set during the late nineteenth century in México and in Spain, is based on the lives of my ancestors, the Victorias, who made a name for themselves in México’s pharmaceutical industry, and the Muguiras, Spanish immigrants who found success cultivating and trading coffee seeds. The novel weaves both families’ sagas into a shared destiny and their intertwined tales becomes, finally, the love story of my parents. Click here to read a chapter of Los Hijos del Mar.

My second novel, Más allá de la Justicia (Beyond Justice) is a farewell to my former profession as a litigator. Through the first-person narrative of my three characters, I bring my reader into the harsh world of our criminal justice system, the complex lives of the accused, and the people who work, relentlessly, in the pursuit of justice. While the novel is not a memoir, my work as a public defender influenced my writing, and the process became therapy, allowing me to understand how the experience had shaped me. Click here to preview Mas Alla De La Justicia

A number of literary journals have published my short stories. The theme that seems to permeate my prose in that genre is the struggle that Latinos face in the United States. My characters are often working women trying to survive in a country that is not their own. The inspiration for the stories often comes from the people I try to help in my current work as a mediator.

I particularly enjoy writing for children. I find the process uplifting, and a good source of balance, especially when the substance of my adult work is often dark, and daunting. The more I explore and learn about this genre, the more it calls to me, especially when I am around my grandchildren, who are my best, and most devoted audience.

DE MI NUEVA NOVELA

En febrero del 2017, cuando comencé a hacer investigación sobre mi novela chiapaneca, fui con mi hermana Pilar a las fincas cafetaleras del escenario de la historia, pero ¡nos perdimos la cosecha! Cuando por fin llegamos hasta la región del Soconusco, me encontré con que ya habían recogido las cerezas de las matas. Estaba decepcionada. Los trabajadores temporales ya se habían ido a buscar otras “chambas”. Las galeras (viviendas para los cortadores) estaban vacías. Los únicos trabajadores que quedaban, y que pude entrevistar, fueron los trabajadores de planta que en ese momento se abocaban a limpiar las tierras.

Aun así, aprendí mucho. Me empapé de la industria y del proceso, desde la siembra de la semilla hasta la exportación del café. Entrevisté finqueros, administradores, mayordomos, caporales e historiadores. Visité fincas, beneficios y plantas empacadoras y llené mis maletas con libros, periódicos, fotos y artículos. Pero me quedé con las ganas de ver la cosecha.

Un año después, en el 2018, regresé pero ahora a la zona cafetalera de Huatusco, en mi amado estado de Veracruz. La región de Huatusco es la mayor productora de café en todo el estado. Debido a su privilegiada situación geográfica y los factores como el suelo, tipo de clima y la altitud, el café huatusqueño presenta las características exactas de un buen café de altura.

A finales del siglo XIX, llegaron oleadas de inmigrantes Italianos e inyectaron un sabor más Italiano al lugar, con costumbres y lenguas italianas. Así como los alemanes sembraron sus fincas cafetaleras en Chiapas, así igual los italianos llegaron a la región y trabajaron el campo que hoy pertenece a la denominada “Ruta Veracruzana del Café”.

En Huatusco sí me tocó ver la cosecha y también entrevistar a los cortadores fijos y temporales, cuyas fotos y videos les iré compartiendo en este blog. En esa ocasión me acompañó mi hermana Leonor. ¡No sé qué haría sin mis hermanitas!

Quiero que ustedes, mis queridos lectores, disfruten esta etapa de investigación tanto como la he disfrutado yo. Les dejo algunas fotos de esos dos viajes. Y espero que el año que entra me acompañen ahora sí a presentar este libro que será mi quinta novela.

SIN REYES MAGOS

Los Reyes Magos llegaron a Manzanillo y se fueron sin dejarme ningún regalo. Debajo del árbol reseco de Navidad, que las tías-abuelas, Soledad y Esperanza, decoraron con cadenas de papel de china de muchos colores y con palomitas rancias y aguadas, aparecen sólo los regalos de mis hermanas Pili y Noris. Las tías-abuelas buscan por toda la casa los juguetes que deberían tener mi nombre y que juraron haber visto cuando se pararon a orinar a medianoche. Pero nada. No aparecen. Ni debajo del sofá, ni de las camas, ni en el cuarto de las muchachas y tampoco adentro del buró, donde las tías guardan sus ajuares que nunca usaron porque no sirven para encontrar nada, ni regalos ni maridos. En medio de la sala que huele a viejo me suelto a chillar sin consuelo.

—Pos no es pa’ menos —opina Chola, la muchacha de las tías-abuelas—, con lo mal que se porta esta chamaca. Sólo ella sabe qué pecado mortal habrá cometido. ¿Así cómo espera que los buenos hombres le traigan nada?

Chillo con más ganas.

—Cállese usted, Chola —ordena la tía Soledad—. En esta casa los Reyes Magos siempre les traen regalos a todas las niñas. Además, Lourditas no está en edad de cometer ningún pecado mortal. Ándele, ayúdenos a buscar.

Despreocupada, Chola levanta la tapa del basurero apestoso, lleno de moscas, al cual ningún Rey Mago se hubiese acercado ni por equivocación. Chola tiene veinte años y trabaja, no por necesidad, sino porque quiere. En su pueblo tiene un hombre que tranquilamente dejaría a su mujer y le pondría una casa bien puesta, si tan sólo se lo pidiera. Pero no se lo pide porque ella ya se «halló» con las tías-abuelas y «pos ya no me da la gana irme». Además, explica a todo quien pregunta, «ahí que le lave los calzones cagados su vieja», porque ella no va a andar de criada de ningún hombre, por mucho que tenga coche y ande de corbata.

—Pos si viera usté, doñita, qué diferentes son los Reyes Magos de mi pueblo —comenta, sin callarse—. Ahí sí, nomás les traen juguetes a las chamacas buenas. ¿O será, oiga, que en mi pueblo hasta los Reyes Magos son pobres y pos nomás no les alcanza pal repartidero?

—Está usted confundida, Chola —le asegura la tía Esperanza, buscando adentro del clóset de los blancos—. Usted está pensando en Santa Clos, y ése sí puede darse el lujo de llevar la cuenta de cuál niño se porta bien y cuál no.

Las tías-abuelas buscan aquí y allá y después de un buen rato se rinden. La tía Soledad se sienta con cuidado en el sofá de terciopelo verde y, soplándose la cara con su pañuelo desteñido, sube las piernas hinchadas en la mesita de la sala. Su hermana Esperanza se sirve un vaso de jerez con hielo, se suelta el brassiere y se sienta a acompañarla. Jadeando y sudorosas, adentro de sus batotas de algodón, me jalan y me sientan entre las dos, apachurrándome con sus abrazos gordos que no logran consolarme.

—Ya, niña. Ya verás que sí aparecen.

No sé por qué nos mandaron a Manzanillo a pasar los Reyes Magos con estas tías. Estábamos contentos en Veracruz esperado la Navidad, cuando alguien decidió que a papá Licho le sería más fácil pasar esos días difíciles del aniversario de la tragedia sin tener que consolar a tanto chamaco. Y sin pedir nuestra opinión, nos separaron. A mis hermanos Talí y Manolo los mandaron con la tía Cris al rancho y a nosotras nos treparon en un tren, rumbo a la casa de las tías-abuelas en Manzanillo.

Lloro. Quiero estar con mi papá Licho, pero con el Licho de antes, el que camina solito y no al hombre flaco que a cada rato se tropieza. No quiero estar en Manzanillo con estas tías-abuelas que viven en una casa que apesta a viejo. Y no quiero que Chola me peine; quiero que me peine Merceditas, aunque me jale las trenzas y me pellizque. Quiero estar con Licho. Quiero a mis abuelos. Quiero poner mi cachete en la panza de mi abuela Feli, contar las bolitas blancas de su vestido de seda y oír sus elefantes africanos. Quiero que mi abuelo Manuel me cuente sus cuentos gachupines, aunque no sean ciertos. Pero más que nada quiero que los Reyes Magos se den cuenta que olvidaron darme mis juguetes y que regresen, aunque tenga que verlos a plena luz del día y por ello ya no vuelvan a dejarme juguetes nunca más.

—Ya, niña, no llores —me consuelan—, verás que sí aparecen.

Observo a las tías-abuelas. Ninguna se parece a mamá Noya. Ella es chiquita y estas tías son grandotas. Mamá Noya trabaja mucho y no dice nada, y estas tías no hacen nada y hablan mucho. Tampoco entiendo por qué mamá Noya y papá Talí nunca nos visitan en México. Merceditas dice que es porque les caen gordos los españoles. Piensan que todos son una bola de ladrones pedantes que viven en este país sólo para esclavizar a los pobres.

—Eso de que son ladrones es cierto —le digo a Merceditas—, la abuela Feli se roba los billetes de la cartera de mi abuelo Manuel.

—Pos no es eso —contesta—. Porque aunque así fuera, eso ya no importa porque eso era antes y ahora es ahora. Ahora que tu  mamá se fue al cielo, a los abuelos jarochos ya no les importa eso de los orígenes ni de las patrias. ¿Qué no sabes, chamaca? —explica—. Es mucho más fácil querer a los muertos que a los vivos. Aunque sean despatriados. Además, ahora sí que están todos igual de jodidos: a tus abuelos gachupines se les murió la hija y a tus abuelos jarochos, el hijo. Te digo, eso de la muerte convierte a todos en la misma raza.

Por eso, porque ahora sí son todos de la misma raza, los cuatro abuelos se han reunido en Veracruz a pasar Navidad por primera vez. Querían estar con papá Licho para acompañarlo a todas las misas y a los rosarios del aniversario del accidente. Y por ser días de sufrimiento no han cabido, ni en sus hogares ni en sus corazones, festejos de árboles decorados, posadas, ni piñatas, ni Reyes Magos que habrían de olvidarse de llevar mis regalos a Manzanillo.

La tía Esperanza es la tía mayor, pero dice Chola que siempre ha estado así de arrugada por una gran decepción que sufrió cuando tenía veinte años. Cuenta que su enamorado la traicionó por una mujer de chichis grandotas y pelos rojos. Platica también que la tía Soledad tuvo varios pretendientes, pero que todos le parecieron muy prietos y al final no quiso dejar a su hermana solita, así que a todos los mandó a la tiznada.

—Pero estuvo bien —nos dice—, porque con los cinco chamacos malcriados que tuvo mamá Noya les alcanzó y hasta sobró escuincles pa’ todas las primas. Y además —sigue explicando—, ya ven qué bien sabe el tren a quién llevarse y a quién dejar. Porque de haberse echado encima maridos, hijos y nietos, las tías-abuelas no podrían andar cuidando chamacas huérfanas de padre destartalado.

A pesar del ruido de mis lloriqueos, mis hermanas duermen en el cuarto de los invitados. Por fin, Pili se despierta y entra en la sala embarrándose las lagañas en los cachetes. Se acerca, besa a las tías sin ganas y se va derechito al árbol a abrir sus regalos. Entonces me ve llorando.

—¿Por qué chillas?

—No aparecen los regalos que le trajeron los Reyes a tu hermana —se apura a contestar la tía.

Pili examina los regalos y pone los suyos a un lado sin abrirlos.

—¿Y por qué no le trajeron nada los Reyes Magos a mi hermana?

 Como las tías no contestan, Chola le explica:

—Lo que pasa es que Melchor, Gaspar y Baltasar están requete viejos y pos se les olvidó.

—Claro que no —alega Pili, abriendo sus crayones nuevos. No están tan viejos.

Me pone la caja enfrente y me da una hoja de su libro nuevo de colorear. Tiene una foto de Cenicienta. De puro coraje, le pinto el pelo morado.

—Reteque viejos —insiste Chola.

—¿Verdad que no? —pregunta a las tías—. A ver, si estuvieran tan viejos, ¿cómo es que pueden encaramarse a un caballo, a un camello o, peor tantito, a un elefante? Además —agrega—, son magos. Y a ningún mago, ni siquiera al mago Merlín que está mucho más viejo, se le olvidaría nada. Porque para eso tienen su varita mágica. Cuando algo se les olvida o se les pierde, sólo mueven la vara y ¡ya! ¡Abracadabra! Ahí está.

Chola deja de poner la mesa, va directamente a la mesita en donde las tías-abuelas pusieron el nacimiento, agarra las figuras de barro de los tres Reyes Magos y se las enseña a Pili.

—A ver, pues. ¿Dónde están las varas?

Pili examina las figuras. Melchor está manco y Baltasar, ya casi todo despintado, parece un moro albino con barba blanca.

—Ay, qué ignorante eres, Chola —le dice, regresándoselas—. ¿No estás oyendo que son reyes?

—¿Y qué?

—¿Has visto algún día a un rey cargar algo?

—Pos no me he topado con ningún rey últimamente.

—Se nota. Para que sepas los reyes tienen mozos y ellos cargan todo, hasta las varas mágicas. Eres una boba.

—¡Pili! —la regaña la tía Soledad—. Gracias a Dios que no vive tu madre para oírte hablar a la gente de esa manera. De los labios de una dama sólo salen palabras decentes, muchachita. Pídale a Chola una disculpa. ‘Orita mismo.

—Perdón —dice, sin remordimiento—, pero a los Reyes no se les olvidó nada. Lo más seguro es que entró un ladrón a medianoche y se robó los juguetes.

Vuelvo a llorar. Las tías-abuelas me dan un dulce de mazapán y no lo toco. Me dan una cocada y la aviento al suelo. Pero sé que es pecado tirar la comida al piso, así es que me arrepiento y la recojo. Las tías-abuelas prometen llevarme al centro a comprarme una muñeca nueva, cuando abran las tiendas. Pero yo no quiero una muñeca, quiero irme a México, quiero a mi abuela, quiero a mi papá Licho, quiero a Merceditas. Entonces las tías deciden que no hay más remedio, Pili y Noris tendrán que compartir uno de sus juguetes y para que decidan cuál mandan a despertar a Noris.

Cuando entramos al cuarto, encontramos a Noris tapada hasta la cabeza. Pili le arrebata la sábana y le grita en la oreja.

—Despiértate, que ya llegaron los Reyes y no le trajeron nada a Lourdes.

Pero no se mueve. Pili la jalonea pero ella no se despierta. La jala otra vez y nada. Le metemos la punta de la sábana en la boca que tiene abiertota pero tampoco. No se mueve. Espantadas, corremos a avisarles a las tías-abuelas que Noris está muerta. Las tías llegan corriendo y descubren a mi hermana acostada en la cama y en medio de un charco de orina. Las tías se calman, se sientan junto a ella y nos explican que no está muerta porque los muertos de verdad no se hacen chis en la cama. De ahí le ordenan a Noris que se levante en ese instante. Pero la meona no se mueve. Las tías la menean de aquí para acá pero nada. Ella sigue igual de tiesa y con los ojos apretados. Finalmente Chola las ayuda a cargarla y entre todas la sientan en una mecedora. Noris sigue con los ojos cerrados.

—Vamos a ver qué tan grave es el asunto —dice la tía Esperanza. Con fuerza empuja el respaldo de la silla mecedora hacia adelante. Pero justo antes de irse de trompa al piso la muerta se entiesa y se detiene. La tía empuja el respaldo otra vez y de nuevo se entiesa y se salva. Pili y yo nos carcajeamos y al instante Noris resucita y se nos abalanza repartiendo trancazos.

—¡Ah! Ya regresó del infierno —exclama Chola divertida—. Y miren nomás qué bien aprendió a dar madrazos con los diablitos.

En el lavadero de la azotea mi hermana Noris se pasa la tarde lavando la sábana orinada. No está castigada por mearse en la cama ni por pegarnos, sino por esconder debajo de su cama los regalos que los Reyes Magos me trajeron hasta Manzanillo. Los escondió, explicó a las tías, porque soy una envidiosa que no le presto mi vestido rojo de crinolina. Y también por traidora, porque siempre las abandono y me voy a vivir con los abuelos a México. Y además, porque la abuela Feli siempre me compra vestidos y nunca le compra uno a ella, y eso no es justo.

Mientras la niña ladrona de regalos de Navidad talla la sábana meada con jabón de pan, sus hermanas la esperan, sin tocar sus juguetes nuevos. Aburridísimas desean, más que nada en el mundo, poder jugar con ella y con las burbujas que de repente brincan del lavadero.

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